La vida es un continuo trabajo: te despiertas y cada nuevo día te trae lo mismo de siempre, igual pero distinto... esa diferencia que te aporta es lo que hace que tu vida sea maravillosamente diferente.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Así empezó Gandía



27 de Junio del 2012

Me preguntan por qué veraneo en Gandía, porqué me paso aquí, como mínimo, los 31 días que tiene julio; supongo que es ya una tradición, las cosas buenas… ¿para qué cambiarlas? Mi abuelo Gabriel nació en Valencia, quizá por eso hace años, años y más años, decidieron invitar a cada uno de sus hijos y sus respectivas familias a veranear en un pueblecito lleno de naranjos valencianos: Gandía. Gandía hace más de veinte años era poco más que la playa que tiene ahora, la tercera parte de apartamentos construidos y el triple de naranjos que hoy quedan. A Gandía venían familias formadas por abuelos, hijos y nietos; y entre ellos estaban mis abuelos, los Martorell Lacave, con todos los suyos. Yo todavía no había nacido y ya era costumbre pasar aquí quince días de agosto, en el apartamento “Terranova” que en ese momento era el último edificado, el que separaba la zona construida de la cultivada. Pasaron muchos veranos así, y cuando un abril murió la primogénita de los Martorell Lacave, Belu,  se acabaron esa clase de vacaciones. Apenas recuerdo a mi tía, yo tenía cuatro años cuando ella se fue pero la conozco por sus canciones, sus fotos y por cada cosa que mi madre me ha ido contando de ella. Me parece triste pensar que si se hubiese mantenido la forma de organizar las vacaciones ahora no seríamos los únicos de la familia que estaríamos en Gandía, bueno, en realidad ahora mismo estoy yo sola: acabo de darme un baño en la piscina, he silenciado el móvil, he puesto los pies en alto y he comenzado a escribir. Qué porqué estoy sola en Gandía es otro asunto, que tiene más razones que porque soy la única hija que queda estudiante así que como las ganas de estar aquí eran muchas y mis vacaciones largas… me he venido un día antes que nadie.
Vuelvo a lo de antes, al verano que dejamos de venir a Gandía. Tengo la inmensa suerte de haber pasado unos veranos increíbles en mi infancia: mis otros abuelos, los paternos, vivían en Ferrol y tenía una casita en La Graña. (No sé por qué digo casita porque aquello era un palacio).  Quizá pasé allí los mejores veranos de mi vida, con todos mis hermanos y todos los hijos de los primos de mi padre, que aunque son primos segundos yo les consideraba mis auténticos primos. El jardín era enorme: la planta de abajo estaba llena de camelias tras las que nos escondíamos jugando al escondite y de una hierba muy verde y muy fina que replantábamos cada verano con mi padre. Creo recordar también que había una mesa de piedra blanca, con sillas delicadas a juego, como si de una estampa del té inglés de los años cuarenta se tratase. La segunda planta tenía un naranjo, un limonero, una higuera, más camelias, muchísimo bambú con el que creamos una fantástica cabaña y la pista donde jugábamos, o los más pequeños lo intentábamos, al bádminton. La tercera planta tenía el árbol más grande de toda la casa, era gigantesco, y en el mi padre construyó un columpio en el que yo podía pasarme horas y horas. Mis hermanos y primos, segundos, escalaban el árbol hasta bien arriba y, quizá sea que siendo pequeña uno recuerda las cosas con enormidad pero aquel árbol podría medir perfectamente lo mismo que un piso de dos o tres alturas. En esa planta había también una vid de la que vi salir muy pocas uvas. En la planta siguiente era donde estaba la piscina, y un poco más arriba una palmera gigante de la que yo sacaba sus frutos y hacía un mejunje asqueroso, yo creía que delicioso, que hacía tomar a todos y al final solo se lo tragaba y repetía mi madre. Allí estaba el manzano más espectacular que he visto en mi vida: pequeño, de ramas finas que parecía que se romperían en cualquier momento, pero que daba las manzanas más ácidas y deliciosas que he probado en mi vida. Había también una mesa bruta, de madera gruesa y piedra, en la que cogíamos las almendras que caían del árbol y con una piedra del suelo golpeábamos la cáscara hasta poder comer el fruto. La casa acababa un poco más arriba, dónde yo casi nunca iba por miedo a que apareciese algún lobo o bicho; nunca apareció nada semejante, salvo un erizo, al que llamamos “Inki” o “Pinki”, no lo recuerdo.
En uno de los árboles de la parte más alta de la casa enganchaban mis hermanos y mi padre una polea, que iba con una cuerda hasta la última de las plantas; imaginaros lo bien que lo pasábamos lanzándonos desde tanta altura a tanta distancia. (Reconozco que yo no tengo recuerdo de haberme tirado nunca por la polea, aunque sí recuerdo como se estampó mi hermano Javier contra el árbol gigante que ya mencioné antes que escalaban, un magnolio.)
Ahora que lo pienso, hemos tenido suerte, aunque yo no haya pasado todos los veranos de mi vida en Gandía he podido disfrutar de la maravillosa casa de La Graña. Por absurdeces de herencias y otras cosas no tengo ningún trato con los hermanos de mi padre, ni con sus hijos; y hace años que no sé nada de mis primos segundos a los que consideraba mis primos.
Pero aquí estoy, en el porche del chalet de Gandía, con los pies descalzos, observando cómo oscurece poco a poco el día, recordando mis veranos desde que era pequeñita en La Graña hasta el verano en el que un día se nos ocurrió volver aquí, a Gandía, donde desde hace ya muchos años paso como mínimo todo el mes de julio de cada año. 


(((maca)))

No hay comentarios:

Publicar un comentario