27 de Junio del 2012
Me preguntan
por qué veraneo en Gandía, porqué me paso aquí, como mínimo, los 31 días que
tiene julio; supongo que es ya una tradición, las cosas buenas… ¿para qué
cambiarlas? Mi abuelo Gabriel nació en Valencia, quizá por eso hace años, años
y más años, decidieron invitar a cada uno de sus hijos y sus respectivas
familias a veranear en un pueblecito lleno de naranjos valencianos: Gandía.
Gandía hace más de veinte años era poco más que la playa que tiene ahora, la
tercera parte de apartamentos construidos y el triple de naranjos que hoy
quedan. A Gandía venían familias formadas por abuelos, hijos y nietos; y entre
ellos estaban mis abuelos, los Martorell Lacave, con todos los suyos. Yo
todavía no había nacido y ya era costumbre pasar aquí quince días de agosto, en
el apartamento “Terranova” que en ese momento era el último edificado, el que
separaba la zona construida de la cultivada. Pasaron muchos veranos así, y
cuando un abril murió la primogénita de los Martorell Lacave, Belu, se acabaron esa clase de vacaciones. Apenas
recuerdo a mi tía, yo tenía cuatro años cuando ella se fue pero la conozco por
sus canciones, sus fotos y por cada cosa que mi madre me ha ido contando de
ella. Me parece triste pensar que si se hubiese mantenido la forma de organizar
las vacaciones ahora no seríamos los únicos de la familia que estaríamos en
Gandía, bueno, en realidad ahora mismo estoy yo sola: acabo de darme un baño en
la piscina, he silenciado el móvil, he puesto los pies en alto y he comenzado a
escribir. Qué porqué estoy sola en Gandía es otro asunto, que tiene más razones
que porque soy la única hija que queda estudiante así que como las ganas de
estar aquí eran muchas y mis vacaciones largas… me he venido un día antes que
nadie.
Vuelvo a lo
de antes, al verano que dejamos de venir a Gandía. Tengo la inmensa suerte de
haber pasado unos veranos increíbles en mi infancia: mis otros abuelos, los
paternos, vivían en Ferrol y tenía una casita en La Graña. (No sé por qué digo
casita porque aquello era un palacio).
Quizá pasé allí los mejores veranos de mi vida, con todos mis hermanos y
todos los hijos de los primos de mi padre, que aunque son primos segundos yo
les consideraba mis auténticos primos. El jardín era enorme: la planta de abajo
estaba llena de camelias tras las que nos escondíamos jugando al escondite y de
una hierba muy verde y muy fina que replantábamos cada verano con mi padre.
Creo recordar también que había una mesa de piedra blanca, con sillas delicadas
a juego, como si de una estampa del té inglés de los años cuarenta se tratase.
La segunda planta tenía un naranjo, un limonero, una higuera, más camelias,
muchísimo bambú con el que creamos una fantástica cabaña y la pista donde
jugábamos, o los más pequeños lo intentábamos, al bádminton. La tercera planta
tenía el árbol más grande de toda la casa, era gigantesco, y en el mi padre
construyó un columpio en el que yo podía pasarme horas y horas. Mis hermanos y
primos, segundos, escalaban el árbol hasta bien arriba y, quizá sea que siendo
pequeña uno recuerda las cosas con enormidad pero aquel árbol podría medir perfectamente
lo mismo que un piso de dos o tres alturas. En esa planta había también una vid
de la que vi salir muy pocas uvas. En la planta siguiente era donde estaba la
piscina, y un poco más arriba una palmera gigante de la que yo sacaba sus
frutos y hacía un mejunje asqueroso, yo creía que delicioso, que hacía tomar a
todos y al final solo se lo tragaba y repetía mi madre. Allí estaba el manzano
más espectacular que he visto en mi vida: pequeño, de ramas finas que parecía que
se romperían en cualquier momento, pero que daba las manzanas más ácidas y
deliciosas que he probado en mi vida. Había también una mesa bruta, de madera
gruesa y piedra, en la que cogíamos las almendras que caían del árbol y con una
piedra del suelo golpeábamos la cáscara hasta poder comer el fruto. La casa
acababa un poco más arriba, dónde yo casi nunca iba por miedo a que apareciese
algún lobo o bicho; nunca apareció nada semejante, salvo un erizo, al que
llamamos “Inki” o “Pinki”, no lo recuerdo.
En uno de
los árboles de la parte más alta de la casa enganchaban mis hermanos y mi padre
una polea, que iba con una cuerda hasta la última de las plantas; imaginaros lo
bien que lo pasábamos lanzándonos desde tanta altura a tanta distancia.
(Reconozco que yo no tengo recuerdo de haberme tirado nunca por la polea,
aunque sí recuerdo como se estampó mi hermano Javier contra el árbol gigante
que ya mencioné antes que escalaban, un magnolio.)
Ahora que lo
pienso, hemos tenido suerte, aunque yo no haya pasado todos los veranos de mi
vida en Gandía he podido disfrutar de la maravillosa casa de La Graña. Por
absurdeces de herencias y otras cosas no tengo ningún trato con los hermanos de
mi padre, ni con sus hijos; y hace años que no sé nada de mis primos segundos a
los que consideraba mis primos.
Pero aquí
estoy, en el porche del chalet de Gandía, con los pies descalzos, observando
cómo oscurece poco a poco el día, recordando mis veranos desde que era pequeñita
en La Graña hasta el verano en el que un día se nos ocurrió volver aquí, a
Gandía, donde desde hace ya muchos años paso como mínimo todo el mes de julio
de cada año.
(((maca)))
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